Archivo | Instrucción católica RSS feed for this section

Escrito controversial

24 Dic

 

JesusPesebre

Dime, Niño, de quién eres…

A lo largo de estos dos mil años, la Iglesia ha hecho frente a tres tipos de errores cristológicos, por entender que dan una respuesta equivocada a la pregunta sobre la identidad de Jesucristo

 

Monseñor José Ignacio Munilla, Obispo de San Sebastián, España

 

Alguien dijo que los Evangelios fueron escritos para formular una pregunta e iluminar su respuesta. La pregunta no es otra que la siguiente: «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?» (cfr. Mt 16, 15; Mc 8, 29; Lc 9, 20). Mientras que la respuesta se sintetiza en las palabras de San Pedro: «Tu eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo» (Mt 16, 16). Por su parte, la fe popular, con tanta intuición como belleza, ha situado esta pregunta y esta respuesta, en el mismo momento del nacimiento de Jesús:

«Dime, Niño, de quién eres, todo vestidito de blanco… Soy de la Virgen María y del Espíritu Santo».

Esta fe popular expresada en los villancicos, no es sino un eco de la liturgia de Navidad, en la que se ilumina de forma maravillosa el misterio de Jesucristo:

«Porque en el misterio santo que hoy celebramos, Cristo, el Señor, sin dejar la gloria del Padre, se hace presente entre nosotros de un modo nuevo: el que era invisible en su naturaleza se hace visible al adoptar la nuestra; el eterno, engendrado antes del tiempo, comparte nuestra vida temporal para asumir en sí todo lo creado, para reconstruir lo que estaba caído y restaurar de este modo el universo».

A lo largo de estos dos mil años, la Iglesia ha hecho frente a tres tipos de errores cristológicos, por entender que dan una respuesta equivocada a la pregunta sobre la identidad de Jesucristo: La primera de las herejías cristológicas, conocida como «gnosticismo» o «docetismo», consistió en negar o minusvalorar la humanidad de Jesús. Jesucristo sería Dios con apariencia humana, pero no verdadero hombre como nosotros. La segunda de las herejías cristológicas, conocida con el nombre de «arrianismo», negaba –más o menos explícitamente– la divinidad de Jesucristo: Jesús sería considerado Dios solamente en un sentido metafórico, pero no ontológico. Y, finalmente, el tercer tipo de herejía cristológica, conocida como «nestorianismo», consiste en entender equivocadamente la conjunción de la humanidad y la divinidad de Jesucristo, comprendiendo a Jesús como mitad hombre y mitad dios, como si en él hubiese dos personas: una humana y otra divina.

Una pregunta que procede hacer en este día de Navidad sería la siguiente: ¿cuál de estos errores cristológicos es el que está más presente en nuestros días? O dicho de otro modo, ¿qué aspecto del misterio de Cristo es el que corre el riesgo de quedarse arrinconado, desdibujado, cuando no negado? Sin duda alguna, en el momento presente son más frecuentes las desviaciones ligadas al segundo y al tercero de los errores señalados: la negación o el oscurecimiento de la divinidad de Jesucristo (creer en Jesús como hombre, pero no como Dios); y al mismo tiempo, la incorrecta formulación del misterio de Cristo, refiriéndonos a la humanidad de Jesucristo sin tener en cuenta suficientemente su singularidad. Analicemos algunos indicios de la presencia de estos errores:

En primer lugar, es sintomático el desuso hoy en día, de los títulos cristológicos presentes en la misma Sagrada Escritura y en la Tradición de la Iglesia: «Cristo», «Jesucristo», «Señor», «Hijo de Dios», etc. Corremos el riesgo de sustituir la «Cristología» por una mera «Jesusología». Incluso, en ocasiones, escuchamos expresiones del tipo «Jesús es un hombre que llegó a ser Dios» o «un hombre en quien Dios habita de una forma especial», en vez de afirmar explícitamente la divinidad del Señor: Jesucristo es Dios, es el Verbo hecho carne, es el Hijo único del Padre, etc.

Al mismo tiempo, hoy no son infrecuentes las referencias a Jesús como una persona humana, olvidando que en Jesús no hay dos personas (humana y divina), sino una única persona divina. La experiencia nos dice que no debemos prescindir de los términos «persona» y «naturaleza», utilizados por los concilios cristológicos, so pena de desdibujar nuestra fe en Jesús de Nazaret. Él es una de las personas divinas, la segunda persona de la Santísima Trinidad (el Hijo), y tiene dos naturalezas: divina y humana. Por ello, le confesamos como verdadero Dios y verdadero hombre. Así lo proclama el Credo de la liturgia dominical de la Iglesia. Y no está de más recordar que esta formulación de la fe en Jesucristo nos une tanto a las iglesias protestantes como a las ortodoxas, que están también plenamente adheridas a la fe cristológica de los concilios del primer milenio de la Iglesia.

La conocida «ley del péndulo» tiene también su incidencia en lo que se refiere a la percepción de la figura de Jesucristo. Si en el preconcilio se corría el peligro opuesto de la tendencia «monofisita», en la que la confesión de la divinidad de Jesucristo anula en la práctica la riqueza de la humanidad de Jesús; posteriormente hemos pasado al riesgo contrario. Cito un párrafo de la conferencia pronunciada en 1995 por Joseph Ratzinger en los Cursos de Verano de El Escorial:

«Nuestro peligro actual es el de una cristología unilateral de la separación (nestorianismo), donde la atención centrada en la humanidad de Jesucristo va haciendo desaparecer la divinidad, la unidad de la persona se disgrega y dominan las reconstrucciones de Jesús como mero hombre, que reflejan más las ideas de nuestro tiempo que la verdadero figura de nuestro Señor».

La superación de esta ley del péndulo, que responde a una falsa dialéctica entre la humanidad y la divinidad, solo la han podido lograr los enamorados del Señor Jesús, es decir, los santos. Estamos celebrando los 500 años del nacimiento de Santa Teresa de Jesús, una auténtica enamorada de la humanidad de Jesucristo, que entendió perfectamente que esa humanidad temblorosa que se nos muestra en el pesebre de Belén, es la puerta para penetrar en el misterio trinitario.

¡Os deseo una feliz y santa Pascua de Navidad, y un próspero Año Nuevo!

 

+ José Ignacio Munilla, obispo de San Sebastián

Es muy querido en Veritas Prima y lo extrañamos bastante

Editorial

10 Nov

La verdadera caridad

PazYAmor Existe una tendencia a mostrar la caridad casi exclusivamente como si fuera la virtud por la cual se busca sólo aliviar los sufrimientos del cuerpo. Parecen olvidar que Nuestro Señor enseñó que primero se debe a amar a Dios y, en segundo lugar, al prójimo como a uno mismo. ¿Dónde está el equilibrio?

Así como el agua verdaderamente pura no nace en los valles sombríos sino que , saliendo de lo más profundo de las entrañas de la tierra, se eleva hasta las cumbres de los montes, de donde brota en arroyos cristalinos; así también la verdadera caridad no es el sentimiento que tiene su origen en las afecciones naturales, transitorias y caprichosas de los hombres entre sí, sino en el amor que, saliendo de lo más profundo del corazón humano, se eleva hasta Dios, y desde allá, como de una vertiente limpia y cristalina en lo alto de una montaña, desciende sobre todas las criaturas.

La primera caridad, por lo tanto, la caridad verdadera y exenta del lodo de los afectos humanos, es la que se eleva directamente a Dios.

Pero el amor de Dios bien entendido no se limita a una adoración inerte y exclusiva, sino que se refleja sobre los hombres, criaturas del propio Dios.

Son éstos los datos que nos proporciona la Fe. Y la observación directa de los hechos que nos cercan confirma claramente la Fe, ya que el verdadero amor al prójimo sólo se encuentra en las criaturas que tienen verdadero amor a Dios.

Nunca se ha visto a un ateo besar, en un delirio de amor, las llagas repelentes de un leproso, como hizo San Francisco de Asís.

Y nunca se consiguió mantener un hospital con enfermeras sin Fe, con el celo y la perfección continua con que lo hacen las Hermanas de la Caridad.

El verdadero amor al prójimo, por lo tanto, sólo puede ser entendido como un reflejo del amor de Dios.

Pero los hombres son animales racionales, dotados de un cuerpo material y mortal, y de un alma inmaterial e inmortal. La importancia del alma, evidentemente, es mucho mayor que la del cuerpo. El cuerpo sano nada es para un alma infeliz sino una prisión insoportable, cuyas cadenas son tantas veces quebrantadas por el suicidio.

Así, los males del alma, los pecados, las infelicidades de todo tipo, constituyen para el individuo un peso mucho más doloroso y mucho más terrible que todos los padecimientos físicos.

Efectivamente, cuando muere el cuerpo, desaparecen con él todas las enfermedades. El alma no muere y pagará sus pecados eternamente.

Por eso el Cristianismo muestra el inmenso deseo que tuvo Dios Nuestro Señor de salvar nuestras almas. No fue para salvar cuerpos que el Redentor vino al mundo y que un Dios se hizo inmolar en expiación de los pecados de sus criaturas. No fue para salvar los cuerpos que la Iglesia fue instituida, ni es para salvar cuerpos que los Sacramentos existen. Almas, almas y siempre almas, es lo que desea Jesús. Cuando curaba cuerpos, fue constantemente con el fin principal de salvar almas. Y, por el contrario, muchas veces envía grandes dolores físicos a algunas personas para atraerlas a la penitencia por medio del sufrimiento. Esto significa que El permite que los cuerpos se enfermen para que las almas se salven.

Por consiguiente, las verdaderas obras de caridad en la vida activa no son únicamente aquellas que se destinan al alivio de los sufrimientos físicos, sino, y de un modo especial, a curar las almas. 

Si estas verdades hubiesen sido comprendidas, hace mucho tiempo que habríamos organizado una acción social católica en este sentido. Y nuestro País, en vez de debatirse en la más terrible crisis moral, daría al mundo un ejemplo de carácter, digno de nuestro pasado.

Pero los fondos destinados a las asociaciones piadosas han sido casi exclusivamente empleados por las almas caritativas en hospitales y en limosnas para los pobres: ciertamente una acción muy loable, pero menos noble y menos agradable a Dios que las que tienden a propagar el Reino de Cristo.

 

Plinio Corrêa de Oliveira

 

QueHiceParaMerecerEsto

Hablan nuestros Obispos

13 Oct

Muerte de Santa TeresaMuerte de Mamá Teresa

 

¿Cómo era Santa Teresa de Jesús?

P.Eusebio Gómez ocd

Al acercarse el V Centenario del nacimiento de santa Teresa de Jesús es bueno conocer a esta santa de Ávila.

Teresa de Jesús o de Ávila era una gran mujer. ¿Cómo era? Para presentarla, recojo algunos testimonios de personas que la conocieron, la trataron, la amaron o la obedecieron, y de otros que la descubrieron al leer sus escritos. Entre todos nos dan un perfil bastante aceptable, aunque para conocer a alguien haya que verle y escucharle en primera persona.

Uno de los testimonios directos que nos pintan a la santa es Maria de San José, la culta priora del Carmelo de Sevilla, predilecta de la santa por tantos motivos, refiere en su Libro de Recreaciones, cómo era santa Teresa.

Buena discernidora de tiempos y lugares, tenía un ‘saber estar’ envidiable. “Santa Teresa vivió siempre con los ojos puestos en el cielo pero con los pies bien asentados en la tierra. Sus raptos místicos, sublimes, no le impidieron vivir en la realidad del presente y realizar la reforma del Carmelo, obra admirable de la Santa” (Joaquín Rodrigo).

Alguien dijo de ella que era “Teresa la de la gran cabeza”,  queriendo destacar sin duda la gran capacidad para organizar que poseía, su enorme sentido común, su tacto, su inteligencia…; pero sobre todo Teresa tenía en gran medida las dotes de una madre. “Teresa de Jesús será, para todos, sencillamente la Madre: madre de sus ovejas, de sus monjas, de sus pobrecitas… de su gran familia descalza” (Alberto Campos).

Y es propio de cada madre el amar, pues “Si el amor –como dijo la santa- consiste en perseverar con gozo y con paz en medio de las adversidades, sólo hubo una mujer que supo amar con mayor intensidad que Teresa de Jesús: la propia madre de Cristo” (Mercedes Salisachs).

Teresa tenía, como ya hemos apuntado, un gran encanto personal, una gran simpatía, una alegría contagiosa,  una gracia especial para hablar  y la gente que la trataba, gozaba con ella. Así el Licenciado Aguiar, medico que la atendió en Burgos decía: “Tenía la santa madre Teresa una deidad consigo, que se le pasaban las horas de todo el día con ella sin sentir; y menos que con gran gusto, y las noches con la esperanza de que la había de ver otro día; porque su habla era muy graciosa, su conversación suavísima y muy grave, cuerda y llana.

Entre las gracias que tuvo, una de ellas fue que  arrastraba tras de sí a la parte que quería y al fin que deseaba a todos los que la oían; y parece que tenía el timón en la mano para volver los corazones, por precipitados que fueran, y encaminarlos a la virtud”.

Alguna monja de la Encarnación decía sutilmente  que Teresa tenía la propiedad de la seda dorada, porque venía bien con todos los matices, se hacía a las condiciones de todos para ganarlos a todos. Y Fray Luis de León, la define como “la piedra imán que a todos atrae”.

Respecto a ser una mujer divina, coincidimos en elogiar su sentido de Dios, su magisterio al enseñar a orar a todos los que la rodeaban, su inspiración para hablar y escribir de los más intrincados misterios del alma humana, y entendemos, en fin, su santidad como hecha de fortaleza, de humildad y amor. Es un gesto en que también en el día de hoy se reconoce la santidad de Teresa, de su respuesta como mujer, mística y maestra y fundadora.

Otro personaje ilustre (Enrique de Ossó) tuvo gran devoción y amor a Teresa de Jesús y la llamaba “robadora de corazones”, y dirigiéndose a la Santa la define como: “la amada de mi corazón”. “Santa Teresa de Jesús, decía Ossó,  hace amable la virtud y enciende en las almas el espíritu de fe y de amor de Dios”.

 Fuente: salamancartvaldia.es

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

María: Virgen y Madre

12 Sep

La Dolorosa 

LOS DOLORES DE MARÍA

La Madre piadosa estaba
junto a la cruz y lloraba
mientras el Hijo pendía;
cuya alma, triste y llorosa,
traspasada y dolorosa,
fiero cuchillo tenía.

¡Oh cuán triste y cuán aflicta
se vio la Madre bendita,
de tantos tormentos llena!
Cuando triste contemplaba
y dolorosa miraba
del Hijo amado la pena.

Y, ¿cuál hombre no llorara,
si a la Madre contemplara
de Cristo, en tanto dolor?
¿Y quién no se entristeciera,
Madre piadosa, si os viera
sujeta a tanto rigor?

Por los pecados del mundo,
vio a Jesús en tan profundo
tormento la dulce Madre.
Vio morir al Hijo amado,
que rindió desamparado
el espíritu a su Padre.

¡Oh dulce fuente de amor!
hazme sentir tu dolor
para que llore contigo.
Y que, por mi Cristo amado,
mi corazón abrasado
más viva en él que conmigo.

Y, porque a amarle me anime,
en mi corazón imprime
las llagas que tuvo en sí.
Y de tu Hijo, Señora,
divide conmigo ahora
las que padeció por mí.

Hazme contigo llorar
y de veras lastimar
de sus penas mientras vivo;
porque acompañar deseo
en la cruz, donde le veo,
tu corazón compasivo.

¡Virgen de vírgenes santas!
Llore yo con ansias tantas
que el llanto dulce me sea;
porque su pasión y muerte
tenga en mi alma, de suerte
que siempre sus penas vea.

Haz que su cruz me enamore
y que en ella viva y more
de mi fe y amor indicio;
porque me inflame y encienda,
y contigo me defienda
en el día del juicio.

Haz que me ampare la muerte
de Cristo, cuando en tan fuerte
trance vida y alma estén;
porque, cuando quede en calma
el cuerpo, vaya mi alma 
a su eterna gloria. Amén.

 

Cofradía Penitencial de la Santa Vera Cruz – Página Oficial.

Editada por Fray Antonio Benéitez, OCD

 

 

Otros temas

12 Sep

Alfredo Motta

 

El ratón cuidando el queso

 

Por: Alfredo Motta

 

La ética y la moral estarán siempre por encima de la ley.

Se pueden cometer actos legales pero que no son éticos.

No soy abogado, por lo que podría estar equivocado en algunos de los conceptos de mis opiniones, especialmente cuando muchas de las leyes panameñas no son específicas para casos que salen fuera de lo común: recuerdan que la antigua primera dama quería ser vicepresidente? Para mi y para muchos esa acción legal pero no ética siempre fue una trampa para obtener la reelección disfrazada.

Actualmente, puedo observar que en Panamá nos encontramos frente a otra situación en la cual hay quiénes, aprovechándose de los espacios vacíos o grises que deja le ley, quieren adquirir poder político para proteger sus intereses egoístas personales o partidistas.

Tengo entendido que de acuerdo a la ley, un diputado puede ser contralor, y aún así no perdería su curul. En otras palabras, de acuerdo a la ley un diputado puede ser contralor y diputado al mismo tiempo. Es legal, pero… ¿Es ético? Lo más probable es que quiénes escribieron esas leyes ni siquiera se imaginaron que a alguien se le iba a ocurrir tremenda jugada.

La verdadera gobernabilidad se logra cuando las autoridades deponen sus intereses y ambiciones personales y coinciden con vocación de servicio en actuar por el bien común de los ciudadanos. Cualquier otro acuerdo o pacto de gobernabilidad es una vana negociación mezquina por acaparar el poder que les fue otorgado a través de la confianza de los electores.

El contralor de la república debe ser alguien profesional, honesto, sin afiliación política partidista, con experiencia en manejo de controles y presupuestos financieros. Alguien valiente e independiente. Estoy seguro de que en Panamá podemos encontrar varias personas que cumplen con ese perfil.

La Humildad

La Contraloría cuida los dineros de todos los panameños, que incluyen los dineros utilizados por los diputados. El hecho de que un diputado sea el contralor es exactamente igual a poner a un ratón a cuidar el queso.

Les pregunto, ¿Uds lo pondrían a un ratón a cuidar su queso?

Como dueños todos de los dineros del estado no lo podemos permitir.

Les deseo un excelente fin de semana, en compañía de sus familias y amigos.

Todos somos uno.

Viernes 12 de septiembre de 2014

 

 

 

 

Escritor invitado

12 Sep

El Castillo Interior

 El Castillo interior o las Moradas

Hasta el presente, son muchas las entradas que hemos dedicado a santa Teresa de Ávila, cuya fiesta se celebra prontamente. Hemos hablado de su contexto histórico, de su vida, de sus fundaciones, de sus escritos, de su relación con algunos santos… Hoy hablaremos de los símbolos que utiliza en su obra cumbre: el Castillo interior o las Moradas.

Teresa presenta al inicio el símbolo principal que usará «para iniciar con algún fundamento»: «Podemos considerar nuestra alma como un castillo todo de todo de un diamante o muy claro cristal, adonde hay muchos aposentos, así como en el cielo hay muchas moradas» (1M 1,1).

Ella no ofrece en ningún momento una explicación completa y ordenada de todos los símbolos que usa en relación con el castillo. Podemos resumirlos así: el castillo es el alma del hombre, de cada hombre. Habla del alma para referirse al ser humano, porque así puede usar el femenino, identificando el alma con la esposa de Cristo. No se debe olvidar que el castillo no es una parte del hombre, sino el hombre completo. Hoy preferimos hablar de «persona», para indicar que somos seres-en-relación. En efecto, el recorrido del castillo es un camino de relación con Dios y con los otros.

Las murallas del castillo son el cuerpo. La puerta para entrar en el castillo es la oración. El señor del castillo es el alma y Dios es el huésped que habita en la morada principal. Pero no un Dios anónimo, sino el Padre de Jesucristo, que nos comunica su vida por Cristo en el Espíritu.

Los guardianes, siervos, mayordomos, criados… son los sentidos y las potencias del alma (memoria, entendimiento y voluntad), sus capacidades naturales, que deberían estar al servicio del señor, pero que muchas veces luchan contra él, porque están mal acostumbradas.

Las sabandijas, bestias, animales venenosos o ponzoñosos… que se encuentran al exterior e impiden el ingreso del alma en sí, son los pecados, las tentaciones, los enemigos del alma (mundo, demonio y carne); son todo lo que nos sujeta fuera del castillo y no nos permite llegar a ser verdaderamente libres; son aquellas cosas que nos alienan y nos impiden desarrollar nuestras inmensas capacidades.

Teresa divide el Castillo Interior en siete moradas. Toma la idea de las palabras de Jesús: «En la casa de mi Padre hay muchas moradas» (Jn 14,2), que es traducción literal del latín: «In domo Patris mei mansiones multae sunt».

Más que siete salones, Teresa habla de siete castillos, uno dentro del otro. De todas formas, toma del símbolo del castillo lo que le sirve, con mucha libertad. Ella misma afirma: «No se debe pensar que las estancias sean pocas, sino un millón» (1M 2,12), y añade: «Aunque solo hablo de siete moradas, en cada una de estas hay muchas, en lo bajo y alto y a los lados» (M epílogo, 3).

Las moradas son las varias maneras o etapas en las que el hombre vive su relación con Dios y algunas veces también los estados de ánimo. La Santa usa este símbolo para ayudarnos a comprender que nuestra relación con Dios es un proceso dinámico que se profundiza durante toda la vida.

Aunque el Castillo es el símbolo principal, para explicar algunos puntos concretos del desarrollo espiritual usa otras imágenes.

Así se sirve de las dos fuentes para explicar los efectos que hacen en el alma la gracia, fuente de agua clara, y el pecado, fuente de agua sucia y envenenada (1M 2,2).

Usa también el símbolo de dos fuentes que sirven para rellenar una piscina. Una de ellas tiene poco caudal y se encuentra lejos, por lo que hay que llevar el agua con mucho trabajo (la meditación) y la otra (la contemplación) tiene una corriente abundante y se encuentra junto a la piscina, por lo que la llena con facilidad y la hace rebosar (4M 2,2-6).

Igualmente habla de dos esposos (el alma y Cristo) que viven una relación de amor que comienza con el conocimiento mutuo (primeras moradas), prosigue con una relación personal cada vez más profunda (quintas moradas), desemboca en un compromiso firme: el desposorio (sextas moradas) y en una relación estable de unión transformante: el matrimonio (moradas séptimas).

También utiliza la imagen del gusano de seda que se transforma en mariposa, para explicar el paso de la vida natural a la sobrenatural (5M 2,2): cuando llega el calor, de unas semillitas surge el gusano feo, que se alimenta de hojas de morera y se arrastra por la tierra (es el proceso de las tres primeras moradas), hasta que hace un capullo en el que se encierra y muere: «con las boquillas van hilando la seda de sí mismos y hacen unos capuchillos muy apretados, adonde se encierran» (son las cuartas moradas). Cuando el gusano muere a su anterior condición, se transforma en una mariposilla muy linda. Este es el proceso del alma que se une a Cristo y recibe de Él vida nueva (equivale a las quintas moradas). A partir de entonces la mariposa es libre de volar y de posarse en las flores (moradas sextas y séptimas).

Publicado por P. Eduardo Sanz de Miguel, OCD

P Eduardo Sanz de Miguel

 

 

 

 

Religioso Carmelita Descalzo, nacido en El Burgo de Osma (histórica villa episcopal de Castilla la Vieja en España) en 1966. Actualmente residente en Roma.

 

 

 

 

 

 

 

Unos minutos con la Verdad

8 Ago

 Noticias y comentarios breves

UN ENCUENTRO CON EL AMOR…

Hace tiempo, entre semanas, salía un escrito mío propio que titulaba: “Unos minutos con la verdad”. Y esa verdad y esos minutos fluían como cuando yo tenía mi Underwood. Pero eso ya no es posible.

Resulta que no todos saben los que es un corazón atribulado. Lo que no te deja escribir. Hasta un siquiatra jocoso me dijo: “Usted todo lo que necesita es una mujer. ¡Yo se la voy a conseguir!” Me sonreí. Es lo que más sobra. El verdadero amor es un sentimiento demasiado poco frecuente. Y este no es el momento para volver a repetirlo con quien no sabe amar de verdad.

Pequeños boxers ingleses

Vamos pues a coleccionar de varias obras reflexiones sobre el tema. El escritor era religioso y no un charlatán cualquiera. Y decía: “No es como si la vida estuviera llena de milagros; es más que eso: la vida es milagrosa. Cuando amas ‘de verdad’ a una persona, ese amor despierta el amor a tu alrededor”.

“Muchos pueden actuar amorosamente. Pero es rara la persona que piensa amorosamente…amar a Dios no es obstáculo para amar incondicionalmente, tierna y apasionadamente a los amigos”. La ausencia total de miedo es lo que es el amor. Y a qué es lo que tenemos miedo: al Amor. Cuando desaparecen los recuerdo, los prejuicios y las visiones subjetivas, entonces ya surge el amor que fluye desde donde es.

Y el amor no sabe de deberes ni de gratificaciones, porque el amor es libre y gratuito. “Te amo, te quiero, te necesito, no puedo vivir sin ti” significan: me agarro a ti porque llenas mi necesidad y mi apego. Eso es egoísmo. Por ello, en cuanto veamos y seamos nosotros mismos libremente, no podremos ser otra cosa que amor.

“El da siempre la respuesta adecuada, no se equivoca”. Jesús ama así. A la persona no se la puede desear, porque en cuanto deseas a una persona has dejado de amarla como tal. Yo no soy una cosa. Yo no soy deseable ni indeseable. Soy lo que soy y nada más.

 El Interes Genuino...

Tu llegarás a amar a las personas en cuanto no te importa lo que son las personas. El amor es impersonal. En el amor no se mete la personalidad. El amor es, y fluye por medio de ti; tú no lo fabricas y en el amor la persona se queda a un lado. Por eso el amor te deja libre y disponible. “Lo importante es el ser y no el figurar”.”El amor no lleva cuenta de las ofensas”.

“La verdadera diferencia religiosa no es la diferencia entre quienes dan culto y quienes no lo dan, sino entre quienes aman y quienes no aman”. “Y no temas llenar tu corazón con las personas y las cosas que amas, porque el amor de Dios no ocupará espacio en tu corazón, del mismo modo que la voz del cantante no ocupa espacio en la sala de conciertos”.

“Si lo comprendes todo, lo perdonas todo y sólo existe el perdón cuando te das cuenta de que, en realidad, no tienes nada que perdonar”. “El amor desinteresado es el único al que se puede dar el nombre de amor”. “Si deseas un mundo perfecto, olvídate de la gente”.

“Dios saldría perdiendo si insistieras en que le entregara tu corazón únicamente a Él». Regala tu corazón a otros: a tu familia, a tus amigos… y Dios saldrá ganando. Las tres señales de que estás despierto es cuando perdonas, aceptas y responde ante todo con amor.

Apologética católica

23 Jul

La verdadera comunión con el Papasanto Padre Francisco

 

Los tres vínculos de unidad con el sucesor de Pedro

 

Autor: Andrea Tornielli | Fuente: vaticaninsider.lastampa.it

 

«La voz del Papa no es una voz como las demás». Lo dijo el arzobispo Antonio Filipazzi, Nuncio apostólico en Indonesia, durante la homilía que pronunció en la catedral de Jakarta por la Solemnidad de los Santos Pedro y Pablo.

Citando el Concilio Vaticano II, el Nuncio subrayó que «es muy importante que cada fiel y cada comunidad cristiana esté en plena comunión con el Papa».

«No se trata simplemente de un sentimiento de simpatía, de un interés intelectual por lo que dice, o de actos solamente exteriores de entusiasmo para con él. Hay que estar ligados al Papa con vínculos objetivos, visibles, concretos, con esos vínculos que nos unen entre nosotros en la Iglesia».

Monseñor Filipazzi después indicó los tres vínculos de unidad con el sucesor de Pedro.

 

Sobre todo, la fe:

 

Por ello, la voz del Papa no es comparable con «las opiniones de los teólogos, ni siquiera con la de los obispos, sino que es un criterio determinante para evaluar las doctrinas que se enseñan y se predican en la Iglesia, y las opiniones y las teorías que se difunden en la sociedad… El Papa no necesita nuestros aplausos cuando habla, sino que es necesario que su enseñanza se convierta en el punto de referencia constante para nuestros pensamientos y nuestras acciones».

 

El segundo vínculo es el de la liturgia:

 

«Como a menudo nos ha recordado Benedicto XVI, nosotros debemos celebrar la liturgia no como algo que inventamos a placer, según nuestras ideas, siguiendo las modas o las teorías del momento, sino que debemos celebrarla como algo más grande que todos nosotros, en la que nosotros entramos y con la que plasmamos nuestra plegaria».

 

«Es necesario apelar con fuerza la fidelidad hacia las normas sobre la liturgia que ha dado la Iglesia: los obispos y los sacerdotes, ministros de la santa liturgia, no son sus padrones, no pueden cambiarla a placer, y los fieles no deben considerar que las celebraciones litúrgicas pueden ser objeto de sus gustos y deseos. La liturgia no pertenece a nadie y no puede ser manipulada por nadie».

 

 

El tercer y último vínculo es el de la disciplina:

 

A Pedro y a sus sucesores, así como a los obispos en comunión con el Papa, «fue confiada la tarea no solo de enseñar y santificar, sino también la de gobernar al pueblo de Dios, dándole directirces y normas, que deben ser acogidas con respeto y obediencia».

 

«No se trata de decisiones arbitrarias de los que tienen el poder, sino que a través de ellas se nos manifiesta la divina voluntad… La mentalidad corriente ce a menudo en las leyes y en la autoridad un límite y un obstáculo para la libertad, en vez de una ayuda para vivir la libertad según la verdad y por el verdadero bien de todos. Incluso en las comunidades cristianas permanece la falsa convicción de que el derecho se opone a la pastoral, mientras, en cambio, las leyes también son por el bien de las almas, y existe el riesgo de que en nombre de la pastoral se comentan injusticias y abusos».

 

«La verdadera comunión con el Papa, pues, también pasa a través de la fiel obediencia a las normas y directrices de la Sede Apostólica. Y no hay unión con el sucesor de Pedro si estas normas y directrices se ignoran, se rechazan o no se desarrollan», con el pretexto de la situación local o de la pertenencia a una cultura particular.

Siervo por Vocación

 

Teología para laicos

2 Jun

 Abadía San Víctor

 

Kant y la moral católica

 

 

Tomás Alfaro Drake | t.alfaro@ufv.es

 

 

 

¿Quién podría atreverse a dudar que Kant fue un gran filósofo? Yo no, desde luego. Suscribo en sus dos partes su archiconocida frase: “Dos cosas llenan mi alma de renovada y creciente admiración y reverencia: el firmamento estrellado por encima de mí y la ley moral dentro de mí.” También me parece magnífico, como norma ética, su imperativo categórico: “Obra sólo de forma que puedas desear que la máxima de tu acción se convierta en una ley universal”. Sin embargo, me cuesta más aceptar la razón que aduce Kant para cumplir con ese imperativo categórico. Esta razón se reduce, en última instancia, al deber por el deber. Si la razón me dice que esa es la

 

Hay otras dos formulaciones del imperativo categórico kantiano que me parecen igualmente magníficas: “Obra de tal modo que uses la humanidad, tanto en tu persona como en la de cualquier otro, siempre como un fin, y nunca sólo como un medio” y “Obra como si, por medio de tus máximas, fueras siempre un miembro legislador en un reino universal de los fines”. 

 

forma racional de actuar y quiero comportarme racionalmente, así debo de actuar. Y, por supuesto, estoy de acuerdo con esto. Toda norma moral debe ser aceptable por la razón. Pero, y perdóneseme, a lo largo de estas líneas, la redundancia y el uso equívoco de la palabra razón, creo que la razón no puede ser la única razón para cumplir el código moral. Porque si la razón fuese la única razón estaríamos ante un código moral frío que se convertiría, más bien pronto que tarde, en árido y que haría del cumplirlo una obligación odiosa. Y los seres humanos, y otra vez incurro adrede en redundancia, odiamos cumplir obligaciones odiosas.

 

Sin embargo, parece como si, por alguna razón que desconozco, los católicos nos hayamos empeñado en aceptar la razón kantiana como única razón para cumplir con el código de la moral cristiana y hacerlo, de esta manera, odioso. Peor aún. Los católicos hemos aceptado como otra razón el miedo al castigo. Si cumplir una norma sólo porque nuestra razón nos la impone puede hacerse odioso, el cumplirla por miedo al castigo la hace doblemente insufrible. También se oye a veces decir a algunos católicos que la moral es un conjunto de normas que se tienen que cumplir si se quiere pertenecer al “club”. Y así, vemos como mucha gente rechaza de plano la moral católica, opta por irse del “club”, y acaba por rechazar cualquier otro tipo de moral, cayendo en el relativismo y el subjetivismo moral, con consecuencias bastante deplorables.

 

Sin embargo, nada hay más lejano que el miedo o la pura razón kantiana de la auténtica razón por la que los católicos debemos cumplir con nuestras normas morales. Esta moral nace del amor de Dios al hombre y del agradecimiento del hombre a Dios por ese amor. Y si realmente sentimos que nace de ahí, cumplir con sus normas, lejos de ser algo frío, árido u odioso, es algo cálido, jugoso y amable.

 

En efecto, el Dios que nos ama y que nos ha creado por amor, sabe cómo somos, sabe de qué estamos hechos, porque nos ha hecho él. Sabe que lo que más deseamos en este mundo es ser felices y sabe cómo tenemos que actuar para serlo. Y nos ha dado unas normas para ello. Por supuesto que se puede llegar con la razón a la razón de ser de esas normas, pero sería demasiado largo y tedioso hacerlo así y estaría fuera del alcance de la mayoría de la gente. Por eso nos ha dado un código para ser felices. Sin embargo, los hombres somos unos bichitos bastante miopes y, casi siempre, preferimos lo que nos va a producir alguna satisfacción a corto plazo, aunque nos haga profundamente desgraciados, a lo que nos va a hacer verdaderamente felices más adelante, pero que requiere algún tipo de privación a corto plazo. Y con ello nos hacemos expertos en labrar nuestra infelicidad.

 

Hace años leí en el libro “Inteligencia emocional” de Daniel Goleman una historia reveladora. Se trataba de un experimento real de largo plazo llevado a cabo con un grupo de niños de primaria. Un profesor llagaba a una clase con una enorme bolsa de caramelos. La dejaba encima de la mesa y decía a los niños que iba a salir del aula. Les avisaba de que podían, mientras él no estuviese, levantarse y coger un caramelo, pero que a los que esperasen a que él volviese sin coger el caramelo, les daría varios a su regreso. Tras eso salía de clase, pero una cámara oculta grababa lo que pasaba en ella. Naturalmente, en cuanto salía del aula había niños que se levantaban y cogían uno o un puñado de caramelos. Otros se quedaban sentados esperando la vuelta del profesor. Cuando éste volvía, llamaba en privado a cada niño y le preguntaba si había tomado un caramelo. Si el niño le decía que sí, no había nuevo caramelo, pero si decía que no, con independencia de lo que realmente hubiese hecho, le daba varios caramelos. Durante los siguientes treinta años –cuenta Goleman– se llevaba a cabo un seguimiento de la vida profesional, social y emocional de las personas que habían participado en el experimento. Básicamente había tres grupos. Los que habían tomado uno o varios caramelos, habían dicho que no habían tomado ninguno y habían recibido la recompensa. Los que habían tomado caramelos, lo reconocían y no recibían recompensa y, por último, los que no lo habían tomado y recibían la justa recompensa. Con una fuerte correlación –aunque, obviamente, no del 100%–, los del primer grupo, en los siguientes treinta años, fracasaban en todos los ámbitos vitales. A veces estrepitosamente, llegando, en algunos casos a la delincuencia. Entre los del segundo grupo había un poco de todo. Pero entre los del tercer grupo se daban altos porcentajes de éxito en muy distintos aspectos de la vida. Goleman lo llamaba “el éxito de saber aplazar la recompensa”. 

 

Pues Dios, que nos ama, nos da las normas a seguir para alcanzar la felicidad. El amor de Dios es tal que Él mismo sufre si nosotros no somos felices. ¿Cómo puede un Dios sufrir si los hombres no somos felices? Haciéndose auténticamente hombre, encarnándose. Por eso, cuando nosotros hacemos algo contra las normas de la moral revelada por Dios, nos alejamos del círculo de felicidad que nos tiene reservado, empezamos a labrar nuestra desgracia y le hacemos sufrir a Él. Porque este Dios que nos ha amado hasta encarnarse es, además, esclavo de nuestra libertad y cuando salimos del círculo de felicidad que nos ha dado, sólo puede esperarnos en el límite del círculo, triste y apesadumbrado. A mí me emociona profundamente el pasaje de Cristo llorando al contemplar Jerusalén (hasta las lágrimas, cuando he vivido ese pasaje in situ).

 

“¡Jerusalén, Jerusalén, la que matas a los profetas y apedreas a los que te son enviados! ¡Cuántas veces he querido reunir a tus hijos, como la gallina reúne sus polluelos debajo de sus alas, y tú no has querido!” (Mateo 23, 37)

 

Y no me emociona sólo por Jerusalén, sino por mí y por toda la humanidad. Tampoco viene mal la parábola del hijo pródigo en el evangelio de san Lucas (15, 11-32). Si esto es así, ¿cuál sería la postura más racional? Cumplir las normas para alcanzar esa felicidad. Pero no cumplirlas sólo por eso –aunque intentar alcanzar la felicidad es una cosa perfectamente lícita y honesta– sino además, porque amor con amor se paga y es de bien nacidos ser agradecidos. Pero también el agradecimiento puede ser una carga si no va acompañado del amor. El amor, en cambio, es feliz cuando ve la felicidad del ser amado. Si Dios nos ha amado primero, si lo ha hecho hasta el punto de hacer de nuestra desgracia su sufrimiento, hasta el llanto, si nos ha dado unas normas para lograr la felicidad, ¿no es sensato, cálido, jugoso y amable e incluso, delicioso, seguir esas normas?

 

¿Será verdad todo esto? Saberlo en las propias carnes lleva toda una vida. Pero podemos mirar a nuestro alrededor. Yo lo hago y, al hacerlo, encuentro muchos tipos de personas. La gama entre los dos extremos que voy a exponer es un degradé que va de uno a otro muy paulatinamente, no caeré en el simplismo del blanco y el negro. Y también está lleno de excepciones. Pero me atrevo a decir que hay una clara tendencia. En un extremo están las personas que hacen alarde de ponerse al mundo por montera y no aceptar ninguna regla de vida. Casi sin excepción son personas que han tirado su vida a la basura y son profundamente desgraciadas. Tristemente, son muchos más los que están más cerca de este extremo que del otro. En el otro extremo están los que siguen unas sanas normas morales, cristianas o no, y lo hacen con alegría, entendiendo su sentido. Aunque no siempre, estos suelen ser personas de una profunda fe, vivida desde un compromiso libre, son esencialmente felices y tienen una vida plena que está relativamente poco influenciada por los avatares y desgracias de la vida. La casuística es, sin embargo, inmensa. Hay gente que se aferra a una norma moral por sí misma, incluso cristiana, con un estoicismo kantiano y sienten una gran amargura interna. Hay gente que ha encontrado el camino hacia este extremo sin ninguna base religiosa, mediante una moral puramente humana. Naturalmente, estas apreciaciones son siempre peligrosas, porque rara vez la cara que nos muestran las personas refleja su auténtico estado de felicidad interna. Pero si se observa a personas con los que uno tiene una larga relación, es difícil que el fondo no se haga evidente. 

 

Pero Dios, en su amor al hombre, no le ha bastado con crearlo para la felicidad, con darle unas normas para alcanzarla, con encarnarse en Cristo para tener la capacidad de sufrir con su desgracia, sino que se ha quedado hecho Sacramento y luz en su Iglesia.

 

Sacramento, porque sabe lo difícil que es mantener el amor primero y la ilusión para cumplir con esas normas, que a menudo son arduas. Sabe que es imposible de conseguir si no es con su Gracia. Por eso nos ha dejado su Sacramento, que es Cristo, que a través de la Iglesia, que administra los sacramentos –con minúscula–, nos da el medio ordinario para recibir esa imprescindible Gracia. Pero Gracia viene de gratis. No compramos esa gracia con los sacramentos. Nos es regalada con ellos. Por eso nuestro agradecimiento debe ser inmenso. Y la gratuidad de la Gracia, que es la misericordia de Dios, puede hacer que la Gracia llegue a quien Él quiera por medios extraordinarios. Nadie, ni siquiera la Iglesia, puede poner límites a la fuerza de la misericordia de Dios. Por eso a veces vemos personas aparentemente alejadas de Cristo que reciben esa Gracia de forma misteriosa y extraordinaria. Esa es la ilimitada fuerza de su misericordia.

 

Luz, porque no cesa de avisar de cuáles son los caminos que llevan a la felicidad y cuáles los que nos precipitan en la desgracia. Y, al hacer esto, al ser luz, se gana muy a menudo el odio o la incomprensión de quienes no quieren la luz, de quienes les desagrada que alguien les diga que persiguiendo sus apetencias momentáneas están labrando su desgracia, de quienes, a menudo con buena voluntad e ingenuamente, prefieren los cantos de las sirenas asesinas de la Odisea a llegar a la Ítaca de la felicidad.

 

Ciertamente, la Iglesia, que es ese Sacramento, esposa de Cristo y su Cuerpo Místico, está también formada por esos bichitos imperfectos que somos los seres humanos. Y mucho más a menudo de lo que sería de desear los seres humanos que formamos la Iglesia, que deberíamos ser luz con nuestras vidas, damos un ejemplo lamentable y ahuyentamos a la gente.

 

Y el primer mal ejemplo es la pésima forma de enseñar esas normas morales. Somos nosotros los que hemos caído en el kantismo. Somos nosotros los que hemos caído en la moral de pertenencia a un club. Somos nosotros los que hemos caído en la moral del miedo. Demasiado a menudo se ha transmitido la moral sin ternura, sin el más mínimo atisbo de su causa, el deseo de Dios de la felicidad del hombre, su amor, su ternura y su misericordia, para convertirla en una especie de mercado en el que a, base de cumplir normas, creemos ir ganando puntos que nos dan derecho, si ganamos suficientes, a un cielo adulterado que no puede apetecer a nadie, y en el que si no ganamos suficientes puntos, nos espera un infierno en el que, a fuerza de abusar de él, se ha dejado de creer. Pues vaya desgracia. Y hasta nos gloriamos de comparar los puntos que creemos tener con los que atribuimos a los otros y les despreciamos si creemos tener más que ellos. Llegamos a veces, como el hermano mayor del hijo pródigo, a indignarlos con la misericordia de Dios y a lamentar que quien creemos que tiene menos puntos que nosotros sea amado por Dios como nosotros. Lamentable. Convendría también leer la parábola de los trabajadores de la última hora (Mateo 20, 1-16). 

 

El segundo mal ejemplo es nuestro propio comportamiento ético. Demasiado a menudo, los católicos nos comportamos éticamente igual o peor que muchos no cristianos o no creyentes. Y, si de verdad creyésemos en lo que decimos creer, no debería ser así. Nuestras obras deberían dar continuo testimonio de lo que somos. Sin ningún tipo de vana gloria, sino sabiendo, como dice san Pablo, que llevamos un tesoro en vasijas de barro. Pero, aún en vasijas de barro, ese tesoro debería hacerse patente y que ocurriese como ocurría con los primeros cristianos de los que los paganos decían con admiración “¡Ved cómo se aman!”. Y no sólo como se aman entre ellos, sino cómo aman también a sus enemigos y a los que los persiguen. Sería, sin embargo, injusto, cargar las tintas sobre el comportamiento indiferenciado de muchos cristianos sin ver también el de otros. Sin tener que ir muy lejos, nos encontramos a menudo con gente discretamente excepcional, que pasa por la vida haciendo el bien de forma silenciosa y discreta y que lo hace por su fe y obtiene su fuerza de los sacramentos. Ello sin olvidar a los héroes actuales, aquellos que gastan su vida con entrega total por los más necesitados. Si tomamos un mapamundi y, con los ojos cerrados, ponemos el dedo en cualquier sitio, veremos que en ese rincón del mundo, sea el que sea, Nueva York o Ruanda, los que están con aquellos con los que nadie querría pasar una hora, son, en su mayoría, católicos. Y si se les pregunta –yo lo he hecho– por qué lo hacen, responden sin dudar que por amor a Jesucristo. Y si se les pregunta –también lo he hecho– de dónde sacan las fuerzas para dedicar toda su vida a ello, responden, también sin dudar, que de la Iglesia de Cristo y sus sacramentos. Ciertamente, tampoco quiero caer en la injusticia de decir que todos los que actúan así son católicos. Ya he hablado antes de la fuerza de la misericordia de Dios, que no conoce límites. Pero sí debo decir que entre este tipo de personas, la mayoría son católicos. Y que si tomamos el grupo de los que entregan TODA su vida, esa mayoría roza el 100%. 

 

Volviendo al principio. Haríamos bien los católicos en librarnos del principio kantiano de la moral para recuperar la más auténtica esencia de nuestra moral. El amor de Dios al hombre, su misericordia sin límites, su ansia de que seamos felices, nuestro reconocimiento de ese amor, nuestro agradecimiento y nuestra reciprocidad en el amor hacia un Dios que sufre si no somos felices. Seguramente volveríamos a hacer de la moral católica algo admirado por los no cristianos y no creyentes. Tal vez, en una próxima entrada, me anime a aplicar estas ideas a un tema que hoy día se entiende mal, incluso entre muchos cristianos. La indisolubilidad del matrimonio y sus consecuencias.

¿Qué Somos?

8 Ago

LA VERDAD PRIMERA es nuestra bitácora laical y nuestro heraldo católico, apostólico y romano que ocasionalmente nos traerá la opinión intelectual seria y honesta, sin claudicaciones, de quienes amamos y buscamos en todo la verdad objetiva y racional que nos conduzca por el correcto y verdadero camino que nos lleva a la vida eterna. Y esa verdad primera no es la nuestra, es la de Dios. Y la encontramos por entre la Sagrada Escritura, la Tradición y el Magisterio eminente de nuestra Santa Madre Iglesia católica.